El cumple de Niko
#1
He aquí la crónica de una noche tejida con hilos de lluvia, donde los contornos de la memoria en su bruma y olvido, conspiran con los designios de un sueño que insiste en ser cifra, mientras dibuja un laberinto sin centro.
El frío olía a lluvia reciente. El automóvil de Ale, compañero de estos laberintos, se detuvo frente a un antro minúsculo donde los rusos bebían en lenguas ajenas al español.
Esa noche en Recoleta —barrio de sombras elegantes y adoquines que guardan ecos nunca escritos—  se me reveló como una página arrancada de un libro infinito, un bar como un organismo vivo, una criatura de luces ámbar y murmullos eslavos que respiraba entre la bruma.
La lluvia anterior había dejado su rastro: charcos que reflejaban faroles como ojos abiertos en el asfalto.
Nikolai de cumpleaños, aguardaba en la puerta con una sonrisa que delataba secretos. "En la mesa hay una pistola de THC", anunció, señalando un artefacto que bien pudo ser un juguete de Lautréamont. Ciertos umbrales exigen respeto, o tal vez cobardía. la dejé intacta, como quien auspicia un arcano, y me senté entre sillas arrastradas por manos invisibles. El humo del faso, denso y húmedo, se enredó en nuestras palabras como una serpiente perezosa.
El bar era un diorama visto a través de un ojo de pez, filmado por una camara con lente angular. Una mujer con el símbolo de Marte tatuado en la frente —planeta rojo que tal vez marcaba su destino belicoso— me ignoró al pasar el porro. Su gesto de tijeras cortó el hilo de mi expectativa, pero pronto una palmada en el hombro me devolvió al círculo. Tres pitadas, cuatro, y el mundo adquirió la textura de un tapiz persa visto de cerca: hilos sueltos, patrones que solo se entienden al retroceder.
Ale y Nikolai bebían cervezas; yo, custodio de un hígado que ya no perdona, me limitaba a observar. La tos de los fumadores dibujó un coro: el faso estaba húmedo, o éramos nosotros los frágiles.
Hablábamos de computadoras HP y de la veda electoral "Qué lindo", dije, "fumar en una esquina porteña bajo la mirada ciega de los policías". La frase sonó a diálogo de un sainete metafísico, donde los actores improvisan guiones que ya fueron escritos en otro siglo.
Cuando irrumpió la chica de los rulos. Llegó bajo el paraguas que compartíamos —tela negra que nos unía como un pacto provisional—. "¿Por qué están sobrios?", preguntó en un ruso teñido de vodka. Ale confesó su borrachera tímida; el de los anteojos de colores (Johnny Depp en un universo paralelo) murmuró algo sobre hierbas y neblina mental. Yo, buscando una poesía instantánea, dije: "Estoy borracho de la canción de la lluvia". Ella rio
—¿Miedo a la lluvia? —preguntó, sus rulos brillando como espirales de algún código antiguo.
—Miedo a lo que arrastra —mentí—. Hoy el agua se llevó casas enteras en el conurbano.
Pero la verdad era otra: la lluvia me recordaba que toda fiesta es un adiós disfrazado. Ella, Perséfone de las calles porteñas, sostuvo su trago como un cetro y habló de películas que nunca veríamos juntos.
Dentro del bar, la realidad se fracturaba. Las paredes se curvaban como en un espejo de feria; los cuerpos apretujados formaban un mosaico de hombros y codos. La chica de Marte había desaparecido, reemplazada por un hombre que defendía el anarquismo electoral entre eructos de vodka. Nikolai me ofreció una cápsula de hongos —pequeño sarcófago de plástico que guardé como reliquia—. "Para San Antonio de Areco", prometí, imaginando un viaje futuro bajo estrellas.
El porro que nadie quiso terminó en mis labios. Lo fumé junto a la ventana, viendo cómo la lluvia dibujaba caras en los vidrios. Cada rostro líquido era un recuerdo que se negaba a ahogarse: los años en que el faso no tenía reglas, las noches en que la policía era una sombra temible y no un figurante en nuestro teatro callejero.
El regreso a casa fue un viaje inverso: calles que se desdibujaban como acuarelas bajo la lluvia, el celular agonizando (5%, 4%, 3%), y yo, convertido en un Ulises suburbano que evita las sirenas de la paranoia. Al llegar, el sabor amargo no era del faso, sino de saber que ya no soy el Hatter que creyó poder domar el tiempo.
La lluvia sigue ahí, en algún pliegue del tiempo. Perséfone tal vez esté en otro paraguas, hablando de películas con alguien que sí se atrevió a tomar la pistola de THC. Y yo, aquí, reconstruyendo un rompecabezas donde faltan las piezas clave. Quizás ese sea el verdadero viaje: no la distorsión psicodélica, sino la lenta comprensión de que somos archivos incompletos, relatos escritos en tinta soluble.
(Postdata: Si la memoria fuera un bar, sería este: luces bajas, sillas movedizas, y en cada esquina, un yo distinto fumando lo que el tiempo dejó.)
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  • Belfegor, PUNCHICACHI
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El cumple de Niko - por hatter - 25-05-2025, 03:45 AM

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